En primer lugar, los verdaderos amigos siempre nos hacen mejores, nunca nos destruyen.
Es lo que decía el
viejo Aristóteles, que la verdadera amistad se da entre hombres
virtuosos, ya que los malvados no son propiamente amigos, sino cómplices
de sus fechorías. Los buenos, en cambio, aman a sus amigos y quieren su
bien. La amistad los hace mejores.
En segundo lugar, el filósofo griego también decía que los amigos
quieren convivir y compartir, por eso hacen cosas juntos, emprendimientos, juegos, practican los
mismos deportes y aficiones, les gusta charlar y no se cansan nunca de
su mutua compañía.
En tercer lugar, la clave es ese “juntos”, por eso, cuando falta el
amigo se le echa de menos, porque nos falta una parte de nosotros
mismos. Los amigos, sigue diciendo Aristóteles, quieren estar siempre
unidos, frecuentar el trato y compartir aficiones y formas de pensar,
son “dos caminando juntos, un alma en dos cuerpos”.
En cuarto lugar, nos preocupamos por los amigos, nos desvivimos por
ellos, porque la amistad duplica las alegrías y divide las
angustias. Gracias a ella los bienes son mejores y los males se soportan
con más facilidad. En las desgracias, los amigos son como un refugio;
en la prosperidad, una bendición.
Por último, la amistad es una forma de amor, su matriz está en el
compañerismo, como decía C. S. Lewis, pero los amigos comparten una
mayor intimidad. Tampoco son como los enamorados, que se miran
mutuamente, sino que uno va al lado del otro y miran al mismo objetivo.
El amor es siempre
gratuito, por eso, sentimos que nuestros amigos son inmerecidos y los
hemos de guardar como auténticos tesoros.
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